26 de agosto de 2008

La vasta beatitud de la estupidez cromosómica


Quizá en este desierto encuentre lo que creí perdido; quizá allí me encuentre conmigo mismo.


Y de pronto se fueron los sueños, todos, por un vórtice que absorbe con tal fuerza que todas las galaxias juntas irían sin mucho trabajo al fondo de la infinidad, al fondo que ahora estoy tocando. Las lágrimas de repente se evaporan y pareciese como si los ojos estuvieran tan secos como una piedra en el sendero. ¿Adónde se marchó la fe, adónde la esperanza? ¿Qué fue de las ilusiones cristalinas en la inocencia celeste, en los parpadeos pausados que dibujan y desdibujan el significado de su origen primigenio? Van desapareciendo, evaporándose como alcohol sobre la piel.

Cuesta trabajo de pronto pisar el suelo con los pies lacerados a causa de los espinos. Es casi nauseabunda la idea de que cuando la esperanza muere, la ciencia prevalece; en efecto, es una gran dificultad ser un hombre de ciencia. No obstante, la incertidumbre vuelve a ser peor que la propia muerte, en la búsqueda de respuestas cuando quien emprende el proceso de procurar no soy yo. Aquí vienen las depresiones y el hermetismo, con la bienvenida del silencio, de la dignidad y la prudencia vertidas en una copa de vino tinto y dulce, añejado por el tiempo en que invidente se viaja por constelaciones distantes y sueños de que todo es posible y nada puede resultar doloroso.

¡Un aplauso fuerte para las falacias! ¡Rápido, tiendan la alfombra reluciente para que los pasos que no esperaron impriman sus huellas! Y que al final del hórrido espectáculo las llamas de todos los cometas calcinen el concepto de sentirse enamorado, de caer en la credulidad preciosa, en la vasta beatitud de la estupidez cromosómica, con rostro bello y voz dulce a los sentidos. Hombre, de principio a fin, soy susceptible a la inevitabilidad de nadar tan cerca de las redes suaves y sedosas de la falta de razonamiento, si bien la tristeza es suplida por paz, la paz por ilusión, la ilusión por verdad, la verdad por tristeza, per secula seculorum. Amen.

El amor no es así, pletórico de paciencia sin recompensa, de excusas disfrazadas de cortesía, de noches en vela bañadas con lágrimas, de abstractos adjetivos en cuya belleza se sublima un engaño. El amor es la cúspide más alta hacia la cual todos pueden escalar, pero donde unas cuantas existencias pueden posar los pies con firmeza, con las taquicardias de hermosura mortal, con las pupilas dilatadas y la razón hecha añicos.

¿De qué me sirven caminos sinuosos rodeados de tardes fanerógamas, si por dentro los sentimientos son llevados a los páramos desolados de un corazón nebuloso? ¿Qué utilidad tiene odiar todo lo visible y lo invisible, cuando se envenena la sangre y las salidas son fáciles? He ahí la cobardía del enamorado: sucumbir a la seducción de todas las pasiones posibles, rompiendo de tajo las alas blanquecinas de vuelos eternos a fin de saber qué es el dolor, cuán amarga es la verdad y cuán dulce es la libertad con la que se escucha.

Satisfacción más grande no hay que la de saber la verdad en su totalidad, sin obstáculos, sin ataduras, sin obtusas declaraciones, y esperando para uno mismo, amándose a sí mismo... Cuando de súbito llegan las solícitas manifestaciones amistosas ya es demasiado tarde. La amistad se derrumba piedra por piedra y el semblante antes impreso en la memoria se difumina y desvanece como la bruma en la mañana, como la neblina en la noche, y es absorbida en un vórtice, en el vacío de la verdad, en la compañía de la soledad, en la fidelidad del corazón y la vasta beatitud de la estupidez cromosómica.

A ti y a quienes esperaron con paciencia para que mis líneas fuesen impresas, mi amor y agradecimiento.