
Justo como la lluvia, inminente y bella, cada segundo es un milagro
II.
Despierto con la noche vacía sobre mis hombros, el sueño interrumpido, la mirada cansada. El habla ausente, los labios deshidratados, la resaca del conocimiento nulo. El lecho individual continúa siendo la llanura del lobo. Y el depredador yace, cansado, esperando que el día llegue a su cúspide.
No alcanzo a tolerar la luz de afuera, por el desánimo, por la congoja incierta de los lentos segundos. Este despertar prematuro es cicuta para mi propia mente. Los pies me cargan con sumo esfuerzo sobre el territorio que es mi pequeño dominio. Y el andante deambula, ciego y somnoliento, hacia la mañana que le despoja de la abstracción.
Qué hacer o qué decir no es justamente de mi conocimiento. Aunque el Eterno Sereno mantiene su fiel compañía, siento que la soledad es sinónimo de estas horas sin ver ni escuchar la esencia de esta dulce carencia de razón. El cielo me parece un océano donde absorber lo poco que de cordura me queda sin la variable de contingencia, cuya beatitud cimbra la disciplina de la que estoy hecho. Y el guerrero, completamente desarmado, espera la batalla en vísperas de tiempos que serán distintos.
En algún punto de la piadosa vida, disueltas las horas en temperaturas sorpresivamente bajas, se emite la primera palabra del otro lado de la ciudad hermosa. Sitio e instante son conocidos, a los cuales recurrir con la dulce ansiedad de un niño que anhela el día festivo. La comodidad de melodías tranquilas y pocas voces alrededor son una frazada que cubre el nerviosismo inocente. Cómo proceder o qué decir son respuestas que no poseo. Y el taciturno, sentado y pensativo, aguarda con paciencia angelical.
Se abren mis ojos y un aire límpido se respira cuando la llegada se anuncia con su sola presencia. Es una idea materializada, una tibieza jamás esperada, que me sujeta tranquilamente. Exhalar y soltarse cuesta más trabajo que subir el monte más alto con ojos vendados. En algún lugar de la Tierra se habrá sentido el movimiento telúrico derivado de mis nervios previamente crispados y ahora allanados por tan natural sencillez. Y el sorprendido, con ojos abiertos y poco aliento, comparte un espacio durante la tarde nublada.
Abro mi mundo a todo, porque las imposibilidades son parte del pasado. Se compone una pauta ambiental, misma que retrata en cada nota las palabras que son un vaivén. ¿Qué saben los presentes del fenómeno sin precedentes que está teniendo lugar entre su mirada oscura y mi neonata sonrisa? Nada puede ser más bello que la espontaneidad convertida en un dulce bocado, en una bebida tibia y deliciosa, en una conversación abrumadoramente dulce. La hora se marca cuando la verdad sale de palabras directas, proyectadas a la velocidad de la luz. Y el sonriente, convertido en aire por acto ajeno, es un glaciar que empequeñece.
El frío y la noche llegan sin invitación alguna, reclamando el dominio en que hemos irrumpido de pronto. Hay tanto por decir que ni siquiera la historia misma se da abasto con cada frase que sale de nuestros labios. Herodoto, celoso del episodio que se entreteje desde la corta distancia que ambos trazamos, envía desde el otro mundo una ráfaga de viento gélido que nos rapta a otros sitios. Recorremos las calles vacías entre semáforos aún funcionales, desviando el trayecto para llegar a la calidez del recinto donde los poetas y los filósofos. Y el taciturno, persecutor de la misma raíz de la poesía, es visitante del sitio donde la vida será renovada.
Sic vis pacem para bellum, se recita en mi mente. Mis ojos tienen una capacidad visual distinta; puedo absorber cada fragancia y degustar cada micra de espacio desde que esta marcha inició, dando fin a la fascinante espera. La hilaridad honesta lleva a decir verdades que previamente se refirieron en tono serio. El brillo de sus ojos es un cometa que puedo contemplar a voluntad. La luz tenue permite vislumbrar la sonrisa que es muy suya, tan suya, y brilla como un planeta lejano en medio de la noche. Y el observador, callado y tranquilo, admira cada grandeza de la singularidad frente a él, mientras el mundo está por terminar.
Las melodías cesan; el sitio entero envía a la noche a cada uno de sus huéspedes; la convención de salir por la puerta delantera nos lleva al subsuelo. El frío es más intenso y la noche más avanzada, casi muriendo en su temporalidad precisa. Impera el silencio, de pronto; el habla se escapa de mí y sólo le veo, frente a mis ojos, en un silencio que dice tantas palabras a la vez. Ante tal paradoja, un impulso desconocido me hace mirar directamente los dos fulgores que de sus ojos provienen. La distancia es corta, como lo es la vida. Y no encuentro sonido alguno que emitir para revelarle que tengo tanta paz como miedo, pero no a algo ni alguien; sólo se hace presente el dicotómico proceder.
Se derrumba mi figura entera y ella, siempre ella, la sujeta con fuerza. El torbellino se lleva todo a su paso; el fuego calcina la más recóndita raíz; la ventisca acaba con el torrente ingrato; la vida misma se escapa. Esa fuerza, un calor preciso para el frío del vacío, un acicate para que los latidos de nuevo nazcan. Abro la puerta del palacio, donde hay un trono que no pienso ocupar. Y sus tres palabras terminaron con el universo entero. Y ya no soy el errante, el lobo, el demonio, el silencioso. Soy quien escucha ese conjuro dulce; soy a quien esa mano cálida otorga vida nueva; es ella y soy yo.
A ti, de abrazo firme y sonrisa encantadora, por el obsequio de un aliento dulce que respirar