
La evidencia de un pensamiento, sin el cual no puedo respirar
Ninguno de los aquí presentes hizo promesa sobre la luna y las estrellas, sobre días templados y noches pletóricas de cometas. El idioma expresado fue el más simple, aquel en cuya sencillez se condensa el suero de la verdad, introyectado a través de la respiración. No hubo tratos, convenios, sino una inercia que no fue peligrosa ni amenazante. Fue la analogía de un salto al vacío nevado, donde sólo un milagro podría detener la caída vertiginosa, virar la propia existencia hacia rumbos distintos y terminar con la sofocante vaguedad del «ocioso día con día».
Pero llegaron los Siete Alados y despojaron de aire a la magnífica tranquilidad, carente de peligro e insomnios causados por innumerables orígenes. Era difícil que uno pudiese incluso abrir la boca y obtener un hueco de la atmósfera para continuar andando. Sería una entera faena apelar a la concentración metódica para explicar sentidos y razones envueltos en los procesos más sencillos de la vida, en los colores de las colinas o las esencias del polen diminuto.
Quizá por todo ello era arduo detectar cada una de las tonalidades en el éter durante una puesta de sol. Llegaba el sueño, pero no para descansar; era sólo un reflejo del tiempo adormecido por su propia marcha implacable. Hacía falta respirar, llenar de vida cada célula del cuerpo y lanzar con ello un suspiro sereno, teledirigido al punto exacto del plano cartesiano donde coincidirían las coordenadas en su razón fundamental. No se podría vivir sin esa palabra hecha viento, vagabunda corriente cuyo rumbo es siempre un misterio; sinceridad emitida que se tornó lentamente en la llave maestra para la transparencia integral del ser humano.
Nada puede ser mejor. El calor del apresurado verano, la ausencia de nubes en el cielo que reflejaba su manto en el mar cerúleo, hasta la niebla asesina antes del alba, cada cual tenía sentido de ser. No procedía algún reproche a la naturaleza por lo que fuese aconteciendo. Por el contrario, vivir se hacía más sencillo, pues se orbitaba alrededor de un astro pequeño, de fulgor punzante y hermoso. La vida deja de ser una lucha para transmutar en un escenario límpido que se dirige por alguna mano sabia, una voz omnisciente y la presencia absoluta de ese vocablo trisílabo de multinomial trascendencia.
Respirar permite visualizar lo que a ojo desnudo es imposible de contemplar; invita a escuchar melodías con cada latido; arroja a construir pensamientos que son estratagemas previamente leídas por alguna mente sin intención hostil; convierte a un simple mortal en invasor de sueños, donde hay una terraza y dos tazas de té, una para cada extremo del universo hermoso. Y finalmente, empero, es lo que transforma las tardes en un lastre que cargar, en una oda sin pauta, en un poema sin letras: la falta de aire, es la falta de vida que esa totalidad ofrece.
A ti, viento del oeste que devuelve la vida a los muertos