Afuera llueve, las nubes parecen una cobija oscura que brinda calor al Sol, pues el invierno parece haberlo enfriado. Las gotas, ejército incansable de agua y viento, parecen disparadas desde las alturas, donde moran las almas inmortales. El aire helado es un romántico secreto que susurra a la Tierra las palabras más bellas jamás escuchadas.
Dentro de la pieza, de paredes oscuras, manchadas con cuadros que pintan a mil doncellas y corceles, duermen dos alados recostados frente a frente. Sus facciones hermosas tallan la expresión de infantes ebrios de sueño, de cansancio. Ella, él, nacidos del suelo cerúleo que aboga por los vivos, atisban a la humana virtud de convertir lo ficticio en real, con los ojos cerrados y tranquilos.
Van flotando sobre vastos campos de tulipanes amarillos, deformados por la velocidad con que se convierten en pinceladas suaves. Sienten el brío de aires veraniegos calentando sus ojos, preparándolos para ver lo más notable que la vida tiene aún por mostrar. No sueltan sus manos, no: es imposible concebirlos separados, en otros tiempos, en otros mundos. Vaya par de serafines.
¿Cuándo habrán comenzado a existir, si ninguna obra narra su historia? ¿Desde qué punto de la genética vital ya estaban dibujados sus curvas y líneas rectas, humanas o angelicales, físicas o mentales? ¿Cómo es posible que hasta en sueños vayan acompañándose, de lucidez y algarabías sin control alguno? Envidiable imagen, infantes de la eternidad, estrechan su abrazo cuando los primeros relámpagos se escuchan más allá de la tormenta.
Es un latido, acaso, lo que brevemente la despierta. Ella, de ojos oscuros y con unos labios que son fruto del Edén inmemorable, vaga con la vista por la alcoba oscurecida con los colores de la noche. Contempla los rasgos del durmiente a unos minúsculos centímetros de distancia. Sin despertarle, su mano sobrevuela por la frente y las cejas pobladas que de él son posesión, pero de ella son propiedad. Vaya sentido de pertenencia.
Finalmente, con la carga del tiempo velando su mirada dulce, ella regresa a flotar vertiginosamente sobre ese prado. Él, sin decir palabra alguna o emitir sonido, dibuja una sonrisa discreta sobre sus labios arqueados, misma que se repite cuando aprieta la mano tibia que le da seguridad. Vaya sueño, vaya gloria la que comparten, ángeles del amor mismo, serafines cariñosos e inseparables.
A ti, la más hermosa de todos los ángeles
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