
I. El inicio de un mundo es el paso entre vida y muerte
I.
En el principio hubo orden. En horas anónimas surgió de la nada un cielo claro, abierto y vasto. Luz blanca fue coloreando cada contorno de los objetos ausentes: un planeta agónico, una cordillera estéril, un río lento y angosto.
En medio de todo, absorto y silencioso, estaba un vagabundo.
Después el viento empezó a soplar. Una corriente fría llegaba del norte implacable. A su paso, erigía un bosque de coníferas y robles, sequoias y musgos verdes. La fauna inexistente hacía viajar sus sonidos directamente a la atmósfera recién nacida: trinos melodiosos, rugidos temibles, graznidos estridentes y zumbidos.
En medio de todo, temblorosa e ignorante, estaba una sombra.
Pasó el tiempo y las nubes oscuras cubrieron la extensión del cielo, donde el viento hacía su labor. El sol dejó de brillar y más frío usaba al agua como un motor. El invierno se conminó a sí mismo, pese a que la primavera marchaba en el sendero. Amenazaba la hermosa lluvia, pero no cayó; por el contrario, se quedó inmóvil mientras una figura más surgía de entre el bosque. Y el silencio reinó. El tiempo se detuvo.
Y en medio de todo, curiosos y fascinados, estaban un errante y una ninfa.
El ciclo creativo volvió a iniciar. A diferencia de la anterior, al principio imperó el caos. Pero nada fue destruido, sino que recreábase toda la litosfera, haciendo que nuevos retoños danzaran con el viento. Y las estrellas brillaron. Y el cielo volvió a abrirse. Huyeron las nubes. De la ninfa graciosamente ágil, y del errante de voz grave, surgieron relámpagos y truenos que estremecieron todo y expandieron el universo hasta sus límites.
Y en medio de todo, radiantes y vivos, estaban los creadores de un capítulo nuevo en la vida.
A ti, la mano perfecta que cura todas las heridas
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